miércoles, 2 de junio de 2010

Volver con la frente marchita

Llegó el momento. Pasaron más de cuatro meses desde que había pisado la oficina por última vez y unos tres meses y medio desde el nacimiento de Vicente.
La decisión estaba tomada hacía rato y las cuestiones domésticas ya organizadas.
La casualidad, el azar, el destino o vaya a saber qué, hizo que durante esas primeras semanas de vuelta al trabajo, Vicente se pudiera quedar con su papá. Eso me aliviaba bastante y supuse que no iba a ser tan difícil levantarme ese lunes y decir chau.
Ya bañada, vestida y con la cartera colgando entré a la habitación. Vicente dormía en nuestra cama y con el padre al lado. Se me cayeron un par de lágrimas, un poco de angustia, otro poco de celos. Pero les di un beso a cada uno y salí.
Y ahí, una vez en la calle, arriba del 132, fue cuando todas las sensaciones, todas juntas y todas mezcladas, iban y venían: "no voy a aguantar tantas horas lejos del gordo", "¿tomará bien la leche?", "quiero llamar para ver cómo está, pero no quiero ser tan pesada"...Todo eso se entrecruzaba con una extraña sensación de libertad, de independencia que hacía rato no sentía.
Claro que instantáneamente volvía la cara del gordo, el miedo a que me extrañara, una angustia que aglutinaba cansancio, sueño, nerviosismo, extrañitis, bienestar y no sé cuántas cosas más, todas al mismo tiempo.
El día fue corto entre bienvenidas, relatos de cómo había sido la despedida, almuerzo con compañeros y mensajitos a casa para confirmar lo que era obvio. Vicente estaba bárbaro...Y la madre también

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