sábado, 25 de mayo de 2013

"Mi" década ganada (y sentimentalismos varios)

Un 25 de mayo de hace exactamente 10 años, mientras Néstor hacía malabares con el bastón, yo vivía una profunda tristeza.
Después de una nohe larga de charlas y llantos, y de 12 años de noviazgo y 3 de convivencia, decidíamos con mi pareja que había llegado el momento de la separación.
Me acuerdo muy bien de las decisiones prácticas de último momento en el living reciclado del ph que había sido la primera vivienda propia para ambos, mientras en la pantalla de la tele se sucedían los discursos.
Si bien era una decisión recontra analizada y que no tenía vuelta atrás, me acuerdo que la sensación era de final absoluto, de cierre, de clausura.
Diez años después y en medio de esta coyuntura política particular y de las disputas entre década ganada o década pérdida o década más o menos, me vino a la cabeza la profunda transformación que yo atravesé en esta década.
Tal vez la más violenta haya sido la de pasar de ser una joven profesional sin hijos a una madre de familia, con marido, hijo e hijastros, casa grande, auto familiar y perro. Y esto, por supuesto, no lo digo desde un perfil "susanita" sin intereses más profundos que el de la maternidad.

Muchas veces pienso que en esta década pasé por una separación dolorosa, mudanzas varias, historias amorosas, cambios laborales importantísimos, desafíos profesionales, cantidad de nuevos amigos, profundas convicciones puestas en marcha en proyectos que son laborales pero también políticos, el encuentro de mi gran amor y la puesta en marcha de la familia.
La década tuvo de todo. Fue una década fuerte. Y sobre todo con unos últimos cinco años arrasadores. Digamos que dentro de la década, el último plan quinquenal fue verdaderamente revolucionario. Casi me cuesta imaginar cómo fue que en cinco años me enamoré, conviví, me casé y tuvimos un hijo que ya tiene casi 4.
Nada es ya como era entonces. De eso no hay dudas. Pero a pesar de la falta de tiempo, de las histerias, desafíos, agotamientos y cuestionamientos de la maternidad y de la vida familiar, para mí, esta última fue una década ganada.
Y de eso, tampoco hay dudas.

jueves, 23 de mayo de 2013

Actos para todos

Siempre renegué de los actos escolares en los jardines. Me parecen horrendas esas situaciones en las que los nenes chiquitos disfrazados de no saben qué, intentan seguir un paso, repetir la letra de un verso o de una canción, se les caen los moños, levantan el brazo izquierdo cuando correspondía el derecho o lloran, desconsoladamente, arriba del escenario porque no quieren estar ahí.
Lo odiaba también en mis épocas de maestra jardinera, cuando me tocaba, muy a pesar de mi voluntad y opinión, armar coreografías ridículas o escenas de ficción con poca gracia, salvo para padres y abuelos que solo se interesaban en sacar fotos a sus hijos, sin importar demasiado qué pasaba arriba del escenario. O cuando las maestras, mis compañeras -y en alguna ocasión yo misma-, terminaban también en el escenario moviendo los brazos de los pibes para que pareciera que actuaban.
Acordé -por suerte acordé en algo- con la directora del jardín maternal al que fue Vicente hasta los dos años, poruqe era de la opinión de que los chicos no actuaran y en vez de eso, para fin de año organizaban jornadas de juegos y cosas por el estilo.
Pero ahora el niño entró en sala de tres. En la escuela pública. Y por más intentos de que los disfraces no sean excesivos y de que no importe si baila o no, ni de las frases de la seño tipo "no esperen que hagan una cosa muy grande, son chicos", terminé preguntándole "¿de qué vas a actuar?, ¿me mostrás el baile? ¿qué van a cantar?", etc.
Ayer, mientras corría del laburo al cotillón para comprar la faja y el chabot, me preguntaba cómo había sido el tránsito entre esas opiniones anti-acto y este presente de casa de cotillón. Y también me preguntaba si Vicente estaría contento, si iba a querer bailar y si yo me iba a comportar como todas las madres del planeta, desesperada por sacar una foto, mientras se limpia los mocos de la emoción.
Finalmente, no sé si Vicente va a estar contento, si le gustara o no bailar, si seré de las que lloran y sacan fotos, o no.
Como siempre, los niños tienen todas las respuestas. ¿La de Vicente? Escarlatina.
Tendré que seguir cuestionándome hasta el 20 de junio.

jueves, 2 de mayo de 2013

El malestar en la cultura (o el niño que no quería aceptar las reglas)

Siempre me gustó la idea de tener un hijo activo, alegre y ocurrente. Me parecía de lo más simpático y divertido y hasta me jactaba de "qué suerte que no es de esos que están todo el día calladitos o que no se saben defender".
Hasta ahora.
Resulta que ésas, que pueden ser maravillosas virtudes, suelen convertirse también en la peor de las pesadillas.
El pibe no para, el pibe no se calla, el pibe todo el tiempo tiene algo para decir, y siempre quiere tener la última palabra. Y lo peor de todo, el chico decidió que no le gustan las reglas y va a dedicar todos sus esfuerzos a que los demás se enteren.
Así que a los 3 y pico y arrancando nueva escuela, con nuevos compañeros y nuevas reglas, decidió que esto -el mundo- no le va.

La adaptación corrió sus cauces normales, con algún que otro berrinche pero sin sobresaltos. Y cuando todos creímos que la cosa estaba lograda, zápate. - Hola. Acá estoy y ahora no quiero venir más.
El niño hiper adaptado, que cantaba las cancioncitas y jugaba con sus compañeros como si fueran amigos de toda la vida, empezó a llorar a grito pelado en la puerta, a abrazase a la madre (o sea yo) como garrapata, a propinar gritos por doquier y a producir escenas desgarradoras, que nada tenían que envidiarle a las mejores separaciones de Rosa de Lejos.
Y ahí mismo con el pibe colgado del cuello, la madre (o sea yo) empezó a desarrollar altos niveles de culpa, cuestionamientos, razonamientos y psicologización de todos las tendencias y teorías. Desde: no el gusta el jardín o la maestra es muy exigente, pasando por: es que me extraña porque trabajo todo el día, hasta el famoso: a este chico algo le está pasando.
Por supuesto familiares, docentes y adultos responsables cercanos, todos ellos, tenían un diagnóstico certero: "para mí que estás embarazada", "debe ser que algún nene le pega", "está haciendo caprichos", y el famoso "este chico te está queriendo decir algo".

Por suerte, esa locura no duró más de una semana. Al séptimo día y después de unas cuantas mañanas de llegar al jardín con su papá (parece que finalmente la culpa ¡era mía!) el niño ingresó sin problemas y hasta con sonrisas a la sagrada institución.
Pero...ahora resulta que el niño es rebelde. Parece que su nuevo lema es: "Acá se hace lo que yo digo".
Cosa que, por supuesto, como padres responsables no podemos permitir. Porque hay que marcar los límites, porque es una edad complicada, porque tienen que tener claro hasta dónde pueden y hasta dónde no, porque si no lo hacés ahora, cagaste y etcéteras...

Ahora, para ser sincera, ser padres responsables, firmes y con límites claros frente a un niño de tres, desafiante, locuaz, activo e inteligente...¡no se lo deseo a nadie!

Las disputas pueden empezar por "no quiero el guardapolvo" o "no me quiero cortar las uñas" o "quiero usar la compu" o "quiero ver la dra. juguetes". No importa el motivo, el chico arranca con un escándalo de proporciones, condimentado con gritos, llantos, insultos y rostro desencajado, cual protagonista del exorcista.
Por supuesto, ahí nomás arranca una escalada que parte de los gritos del niño y le siguen, en continuado, rebuscadas y concienzudas explicaciones mías acerca de por qué sí o por qué no, luego preguntas o comentarios del estilo: ¿por qué estás tan nervioso? ¿te pasa algo? papá y mamá te quieren mucho; hasta el momento crucial del concurso de gritos enfrentados, en donde la mezcla de histeria, culpa, enojo y agotamiento se convierte en promesas de penitencias eternas y angustia contenida, que por supuesto explotará por algún otro lado.
En los últimos días estamos volviendo a la calma. Parece que el psicoanálisis no me estaría funcionado así que pasamos de los intentos de diálogos complejos para entender las causas y consecuencias de sus ataques de locura a una suerte de enfoque conductista que consisten en el tradiconal dibujar caritas lindas o feas según como el chico se haya portado durante el día. Y bueno, yo tengo mis convicciones teóricas, pero si alguna otra me ayuda a calmar a la fiera: avanti. La diversidad conceptual, ante todo.
Mientras tanto seguimos intentando que la criatura comprenda que en la escuela se usa guardapolvo, que los adultos les dicen qué hacer y qué no a los pequeños, que no se puede jugar con cuchillos y que hacer desbordar la bañera para armar un río mientras uno se baña, está muy mal.

Ya lo dijo Freud, allá por los '30, hijo mío: "la cultura genera insatisfacción y sufrimiento. Mientras más se desarrolla la cultura, más crece el malestar".