Siempre me gustó la idea de tener un hijo activo, alegre y
ocurrente. Me parecía de lo más simpático y divertido y hasta me jactaba
de "qué suerte que no es de esos que están todo el día calladitos o que
no se saben defender".
Hasta ahora.
Resulta que ésas, que pueden ser maravillosas virtudes, suelen convertirse también en la peor de las pesadillas.
El
pibe no para, el pibe no se calla, el pibe todo el tiempo tiene algo
para decir, y siempre quiere tener la última palabra. Y lo peor de todo,
el chico decidió que no le gustan las reglas y va a dedicar todos sus
esfuerzos a que los demás se enteren.
Así que a los 3 y pico y arrancando nueva escuela, con nuevos compañeros y nuevas reglas, decidió que esto -el mundo- no le va.
La
adaptación corrió sus cauces normales, con algún que otro berrinche
pero sin sobresaltos. Y cuando todos creímos que la cosa estaba lograda,
zápate. - Hola. Acá estoy y ahora no quiero venir más.
El
niño hiper adaptado, que cantaba las cancioncitas y jugaba con sus
compañeros como si fueran amigos de toda la vida, empezó a llorar a
grito pelado en la puerta, a abrazase a la madre (o sea yo) como
garrapata, a propinar gritos por doquier y a producir escenas
desgarradoras, que nada tenían que envidiarle a las mejores separaciones
de Rosa de Lejos.
Y ahí mismo con el pibe colgado del cuello, la madre (o
sea yo) empezó a desarrollar altos niveles de culpa, cuestionamientos,
razonamientos y psicologización de todos las tendencias y teorías. Desde:
no el gusta el jardín o la maestra es muy exigente, pasando por: es que
me extraña porque trabajo todo el día, hasta el famoso: a este chico
algo le está pasando.
Por supuesto familiares, docentes y adultos responsables cercanos, todos ellos, tenían un diagnóstico certero: "para mí que estás embarazada", "debe ser que algún nene le pega", "está haciendo caprichos", y el famoso "este chico te está queriendo decir algo".
Por supuesto familiares, docentes y adultos responsables cercanos, todos ellos, tenían un diagnóstico certero: "para mí que estás embarazada", "debe ser que algún nene le pega", "está haciendo caprichos", y el famoso "este chico te está queriendo decir algo".
Por suerte, esa locura no duró más de una semana. Al séptimo día y
después de unas cuantas mañanas de llegar al jardín con su papá (parece
que finalmente la culpa ¡era mía!) el niño ingresó sin problemas y hasta
con sonrisas a la sagrada institución.
Pero...ahora resulta que el niño es rebelde. Parece que su nuevo lema es: "Acá se hace lo que yo digo".
Cosa que, por supuesto, como padres responsables no podemos permitir. Porque hay que marcar los límites, porque es una edad complicada, porque tienen que tener claro hasta dónde pueden y hasta dónde no, porque si no lo hacés ahora, cagaste y etcéteras...
Pero...ahora resulta que el niño es rebelde. Parece que su nuevo lema es: "Acá se hace lo que yo digo".
Cosa que, por supuesto, como padres responsables no podemos permitir. Porque hay que marcar los límites, porque es una edad complicada, porque tienen que tener claro hasta dónde pueden y hasta dónde no, porque si no lo hacés ahora, cagaste y etcéteras...
Ahora, para ser sincera, ser padres responsables, firmes y
con límites claros frente a un niño de tres, desafiante, locuaz, activo e
inteligente...¡no se lo deseo a nadie!
Las disputas
pueden empezar por "no quiero el guardapolvo" o "no me quiero cortar
las uñas" o "quiero usar la compu" o "quiero ver la dra. juguetes". No
importa el motivo, el chico arranca con un escándalo de proporciones, condimentado con gritos, llantos, insultos y rostro desencajado, cual
protagonista del exorcista.
Por supuesto, ahí nomás arranca una escalada que parte de los gritos del niño y le siguen, en continuado, rebuscadas y concienzudas explicaciones mías acerca de por
qué sí o por qué no, luego preguntas o comentarios del estilo: ¿por qué estás
tan nervioso? ¿te pasa algo? papá y mamá te quieren mucho; hasta el
momento crucial del concurso de gritos enfrentados, en donde la mezcla
de histeria, culpa, enojo y agotamiento se convierte en promesas de
penitencias eternas y angustia contenida, que por supuesto explotará por
algún otro lado.
En los últimos días estamos volviendo a la calma. Parece
que el psicoanálisis no me estaría funcionado así que pasamos de los
intentos de diálogos complejos para entender las causas y consecuencias
de sus ataques de locura a una suerte de enfoque conductista que
consisten en el tradiconal dibujar caritas lindas o feas según como el
chico se haya portado durante el día. Y bueno, yo tengo mis convicciones
teóricas, pero si alguna otra me ayuda a calmar a la fiera: avanti. La
diversidad conceptual, ante todo.
Mientras tanto seguimos intentando que la criatura
comprenda que en la escuela se usa guardapolvo, que los adultos les
dicen qué hacer y qué no a los pequeños, que no se puede jugar con
cuchillos y que hacer desbordar la bañera para armar un río mientras uno
se baña, está muy mal.
Ya lo dijo Freud, allá por los '30, hijo mío:
"la cultura genera insatisfacción y sufrimiento. Mientras más se
desarrolla la cultura, más crece el malestar".
Es una edad re dificil. Yo la pasé dura también, el mio mayor tiene 5 y ya está re educadito pero esa etapa la surfeé poniendome firme. Es lo que más me resulto, pero es un poco lo que planteas vos. Se adaptan los monstruos, tranqui!
ResponderEliminarMe hiciste reir, Vale. Aunque te compadezco profundamente. No puedo ayudarte. Tengo un sobrino con un comportamiento similar y es tan adorable que dudo que domesticarlo sea la mejor de las ideas. Solo una tranquilidad para vos: todo pasa... todo.
ResponderEliminarjaja, genial! Bendito malestar.
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